Confesión.

Araño, muerdo, tiro de soberbia, respondo altivamente, gano autoridad y la pierdo por fragmentos. Aprieto las piernas, las manos, los labios; abro los ojos, respiro y vuelvo a lanzarme de lleno. Me reafirmo, no rectifico; desgarro y me deshago. Cruzo los dedos en medio del cuello volcando la presión, los paseo por el borde de sus muñecas, los instalo al filo de sus oblicuos. Me incorporo, con descaro, descabellada intención de persuadir. Me inclino, después de incendiar; valientes vacíos repletos de gestos. Perfilo con la punta de la lengua lo ardiente del antes, convertido en hecho. Me lleno la boca con silencio, solo perturbado por el sonido de los muelles, por la timidez de los reclamos de quienes maldicen el tener compañía contigua. Me dejo invadir por el morbo de ella. Y se lamentan los momentos malgastados. Se vuelcan las botellas repletas, encima de nosotros, para darnos una lección de humedad. Cierro los ojos, para disfrutar de la entrada, y rechazo las salidas que no pueda contemplar con detalle. Me quedo con la respiración pausada, que se cuela en la nuca, y las manos que se enredan entre la cabeza y el pecho. Impulso a la primera, reacción previa, el vuelco que ocasiona el contacto. Tirar, devorar, succionar. Susurros al oído, tensión palpable que sientes aquí, que se te clava por allí. Descaro entre los dientes, caderas sumándose al concierto de choques frontales. Traspasar los límites, jugar con ellos.

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